martes, 2 de julio de 2019

Aprovechando nuestros eclipses

Alguna vez leí que nunca debemos odiar al mensajero, sino entender que simplemente es eso: un mensajero. Pero en el contexto de la vida muchas veces esas cosas que te tratan de dar ánimo simplemente parecen no encajar en el cuadro mínimo que tenemos en frente. 

Esa frase se refería a que en cada situación negativa, o cuando estamos frente a una persona o personas que nos están provocando alguna negatividad, tenemos que saber que es un mensaje de la vida llamándonos la atención; de ahí que no debemos odiar al mensajero sino prestar atención al mensaje.

Estos últimos días, he estado pensando y yendo más hacia adentro que de costumbre; y aunque en otros momentos de mi vida hubiera estado aterrorizado del cúmulo de emociones que vienen cuando te echas un clavado al mar de tus negaciones, ha sido sorprendentemente un viaje muy esclarecedor. Digamos que últimamente he tenido oportunidad de hacer un recuento de mis mensajeros, y resulta que no han sido tantos. 

Sin embargo, y como todo en la vida, la calidad supera a la cantidad. Y cuando hablo de calidad no me refiero a facilidad, sino todo lo contrario. Quizá los mensajeros hayan sido pocos, pero las lecciones que han traído has sido fuertes sacudidas. Y es que en esos momentos uno no logra ver lo que le toca ver, y para no sentir el peso tan fuerte de lo que estas viviendo generalmente quieres poder apuntar con el dedo a alguien, no muy diferente a ponerle una pistola al mensajero.

Pero, como en los eclipses, el sol nunca se va, la luz sigue estando ahí aunque parezca que ha desaparecido; y cuando esa luz se va solamente nos queda poder voltear a ver hacia adentro, cuando es imposible ver hacia afuera solo nos queda tomar cartas en el asunto y ver cómo podemos a volver a encender la luz que se ha apagado. A veces toca ir por una vela o una linterna, una muleta que nos permita sobrellevar el momento de oscuridad. De sobra está decir que esta solución tiene fecha de caducidad, porque aunque pueda llevarse por un momento la penumbra, en algún punto se acabará la pila o se extinguirá la vela. Soluciones parciales que ayudan pero que hacen aún más patente la ausencia de la luz del sol que en realidad necesitamos.

La solución más simple es la de esperar a que la luz regrese por sí sola, pero ¿Qué pasa cuando  se acaba el eclipse pero nos hemos acostumbrado a la oscuridad, cuando a pesar de tener el sol brillando afuera simplemente queremos correr la cortina? Porque es natural querer pasar un rato a oscuras pero querer quedarse a vivir en la oscuridad o verse impedido de salir de ella ya es otra cuestión más seria. Muchos preferimos quedarnos en nuestras sombras; confrontar los mensajes y salir de nuestros eclipses personales es extenuante, sobre todo cuando ni siquiera sabemos que los tenemos. La oscuridad no deja ver, y eso reconfortante la mayoría de las veces. En la oscuridad pueden ocurrir dos cosas: volvernos autoindulgentes y acurrucarnos para dormir, olvidar la conciencia nueva de nuestra situación, adquirida por el súbito apagón de luz. Y la otra opción es buscar el interruptor de la luz o al menos algo en nuestros bolsillos para comenzar a ver y posteriormente recuperar la claridad de las cosas. 

Con la ilusión de tiempo y espacio de nuestro mundo, generalmente no nos damos cuenta de cuándo estamos frente a un apagón de luz, o cuándo la pérdida de ésta es inminente. Dejamos pasar, y nos permitimos vivir en el claroscuro por un tiempo, medio viendo y medio viviendo, hasta que una vez bien instauradas las sombras nos preguntamos cómo llegamos ahí, cómo pudo haber pasado “de repente”. 

A veces ni siquiera planeamos para esos momentos, olvidamos la linterna de nuestro celular o no embolsamos el encendedor para tener un mínimo destello de iluminación en el momento de crisis.

Lo que tenemos que saber es que, en cualquier situación de eclipse, apagón, pérdida de certeza, crisis existencial o cualquier otro nombre que se nos ocurra para dicha situación, existe el antídoto de asumir lo que estamos pasando. Y asumir significa también aceptar que estamos en el hoyo.
Se vale llorar, dar golpes en la mesa por la frustración, quedarse horas mirando al vacío, querer compañía y cariño para animarse. Si nos hace falta para aceptar que estamos en donde estamos, entonces está bien. 

Y aunque aceptar pudiera parecer resignación, sí son dos aspectos distintos. Resignarse ante algo es hasta cierto punto rendirse ante una eventualidad que no nos permite tener más opciones, aceptar es entender lo que nos está pasando, hacer una pausa ante nuestras reacciones automáticas y poder actuar con conocimiento de causa.

¿Y qué pasa con el mensajero? Porque siempre está ese alguien que parece ser la causa de nuestro apagón. Y en ausencia de luz pareciera que todo se vuelve más pesado, y el mensajero se vuelve más un villano que lo que es. Nosotros tenemos la decisión de saber cuándo ha sido suficiente regodeo en el dolor para poder avanzar. No creo que haya un tiempo límite para el rencor o el odio, al contrario, podemos alimentarlos y hacerlos crecer hasta el punto de hacerles un monumento en nuestra cueva oscura, hacer de ellos nuestra bandera y hasta sacar “fuerza” de ese lugar.

No creo tampoco que alguien tenga el derecho a decirnos cuándo tenemos que dejar de culpar a otros por nuestras desgracias; lo que sí cuestiono es qué tipo de resultados generan esas semillas. Podrían parecer excelentes cuando, desde nuestra visión de enojo, podemos vengarnos o desquitarnos; pero a largo plazo y con el esfuerzo y tiempo dedicado a esos sentimientos no sé cuál sea el resultado final, y cuánto sufrimiento conlleva el darles cabida por tanto tiempo solamente para lograr una satisfacción que, vista desde un marco más grande, no sabemos si en realidad valió la pena o si resultó ser una buena inversión. Si tomamos el consejo de escuchar el mensaje sin odiar al mensajero tal vez nos podríamos ahorrar sufrimiento innecesario. El dolor puede ser real, pero el cultivarlo sí resulta opcional a largo plazo.

Y al final resulta que no hay una respuesta definitiva respecto a soltar y dejar ir, si leemos las opiniones populares, todas coincidirán en que hay que hacerlo cuanto antes. Leeremos que el perdón, la reconciliación, el dejar ir y soltar es lo mejor que le puede pasar a una persona. Y tal vez sí, sin embargo siempre he sido de la opinión que la rapidez no garantiza un proceso bien hecho y que la insistencia en dejar ir y soltar sin haber elaborado y aprendido lo pertinente de la situación es un desperdicio de vida; porque si sueltas sin haber tenido tiempo de observar, lo más seguro es que no reconozcas la piedra con la que te tropezaste la vez anterior, o vuelvas a caer en el mismo hoyo porque no te fijaste en dónde estaba, la premura de soltar no te permitió aprender del camino y te encuentras una y otra vez en el mismo lugar. 

Es por eso que los eclipses son buenos cuando los sabes aprovechar, nos dan la oportunidad de parar el ajetreo de la vida diaria para observarnos, para buscar la luz que nosotros podemos generar en lugar de depender de un ente externo que siempre esté ahí para nosotros haciendo el trabajo de luminaria. Comprender que la oscuridad no es nuestra enemiga, sino una herramienta de transformación ayuda a aligerar los momentos de penumbra que, inevitable e inexorablemente, tendremos en nuestra vida.

Pretender que la vida estará libre de dolor es engañarse a sí mismo, mientras más trabajo interior realicemos es más probable que los altos y bajos sean atenuados por nuestra actitud interna, sin embargo es bueno tener siempre presente que éstos son algo natural. 

Hoy tenemos eclipse, probablemente la luz que deseábamos o esperábamos tener en nuestra vida se haya ido ya. Pero la luna nos enseña que si seguimos su ejemplo solo podemos ser receptores de luz, no brillamos por nuestro propio mérito, cambiaremos, seremos cíclicos. Y aunque, sospechosamente, nos parezcamos mucho a ella, sí podemos ayudar a alumbrar a los otros compartiendo un poco de lo que tenemos con los otros. Entre destellos y reflejos podemos encender una luz más grande y permitir que las sombras se disipen, dejando ir y cerrando ciclos cada mes, aprendiendo los diferentes aspectos de nosotros en el proceso, y algún día quizá poder convertirnos en otra cosa más allá de la comprensión de eclipses, fases y movimientos celestes.